jueves, 29 de mayo de 2008

ABRIL 2008


Hace unos días descubrí la cantidad de cosas que olvidé en mi antigua casa el día que me marché con una valijita prácticamente vacía al igual que mi alma.
Me llevé las ganas de quedarme, es cierto. Eso era lo más importante. Pero dejé abandonado (quizás arrumbado en algún cajón) a mi reloj biológico, ese que hacía tic-tac, tic-tac al momento de mudarme con él, de casarme con él. Es como si inconscientemente hubiera resuelto la inutilidad de ese reloj en mi cuerpo, de esas filosas agujas atiborradas de veneno clavándose en el músculo que se esconde detrás de mis costillas, acuchillándolo, destrozándolo por completo, obstruyendo incluso al razonamiento.
Y ahora ya nadie importa, sólo yo y mi cuerpo sin reloj. Sólo yo y mis ganas de saturarme de vida, de la vida que no tenía, de la yo misma que alguna vez fui y se escondió en un rincón de paranoia a escuchar un tic-tac que resoplaba a gritos que el tiempo pasaba, que el tren se marchaba, que lo que no hacía sólo se perdía.
Me equivoqué tanto… TANTO. De principio a fin fue una equivocación escuchar a ese reloj, dueño de mi cuerpo, a la par de la persona equivocada. Incluso, la situación me es completamente ajena, como si mi yo interno no pudiera ni siquiera creer que fuimos nosotras (mi mente, mi cuerpo y mi fuero interior) las que vivimos todas esas situaciones desesperadas y apremiantes de un cazador a la espera de mis bajas.
Recién hoy y a la distancia, que en verdad no es tanta, me doy por enterada de haber estado los últimos tres años de mi vida al lado de alguien que, incluso, hablaba otro idioma; alguien que jamás entendió que era lo que decían mis palabras. Y mi reloj, tan orgánico, tan vivo, tan estúpido, sostuvo la situación dentro de la línea espacio-tiempo y la dejó crecer y convertirse en sufrimiento en evolución, en levantarse y querer morir, en ver un par de ojos recostados en la cama y preguntarse porqué, por cuánto tiempo más. Convertirse en rechazo, en un rogar repleto de silencios para que no te toquen ni te miren ni te hablen.
En realidad, tengo tantas cosas para agradecerle… pero no puedo agradecer ninguna. Todas las cosas buenas como el convencimiento, el tratamiento, la cura, el ser fuerte y sentirme acompañada y viva, retroactiva; todo fue enterrado por los gritos, las botellas rotas, la arena en los ojos y los escándalos que no fueron pocos. Mi vida pasó de sobrevivir a mi propia locura para convertirse en la locura de otro, en la enajenación de un maníaco depresivo que como ya no podía salvarme decidía aniquilarme.
De todas maneras, siguen habiendo gracias para decir… Uno no es más que la consecuencia de todas las cosas que ha vivido, las buenas y las malas. Uno, no es más que la sumatoria de las cosas que a partir de ahora quiere vivir y de las que sí o sí, suceda lo que suceda, no va a volver a transitar. Podría agradecer, ahora mismo, la contención y el cuidado en exceso… pero todavía no puedo. No puedo verte como el ser que me amaba, porque en verdad no creo que lo hicieras, realmente no lo creo. Me siento un instrumento de tu propia saturación descontrolada para sentirte bajo control. Aunque quizás sí sentías muchas cosas buenas por mí, y al final, ya no supiste como demostrarlas. A fin de cuentas, no supiste sostenerlo.
Pero no te culpo… yo me desperté una mañana, dándome cuenta que nada era lo que pensaba. Y eso fue hace tanto tiempo… Y fui más buena con vos en ese entonces, que cuando quería creer que te estaba amando. Pero supongo que esas cosas se perciben, se deslizan por los poros de la piel como serpientes. Quizás tu trato nada grato sólo era consecuencia de mi desamor, de mi rechazo oculto tras los ojos de mi alma. Quizás…
Y ahora. Ahora es la primera vez en muchos, muchísimos años que me siento feliz conmigo misma. No por haberme casado… no por haberte dejado. Simplemente, porque vuelvo a ser yo. Yo misma, sin que nadie me diga qué tengo que hacer, decir, pensar o escribir. Una “yo misma” que me gusta, que se traduce en cómo me veo, en como me siento… y en como me sienten los demás. Me encuentro haciendo cosas que me satisfacen y me topo con mi propio cúmulo de “cosas claras”. Eso es lo que me pasa. Es la primera vez, en mi vida entera, que puedo ser sincera conmigo misma y saber conscientemente y sin tapujos qué quiero y qué soy capaz de hacer para lograrlo.

Recién ahora, con 30 años recién cumplidos, sé que no amo. No es que nunca haya amado. Sencillamente, ahora no. Y me llena de una felicidad casi innata saber que hoy sé lo que siento. Me permite parar, frenar en seco, otra vez… y empezar de nuevo.
Alguien dijo que la vida empieza a los 30. Yo creo que es cierto.

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